miércoles, 9 de septiembre de 2009

Geografía de la ausencia

Por años, la mapoteca de la Escuela Nº 3 de Burzaco, Bernardino Rivadavia, fue para mí lo más parecido a la Biblioteca de Alejandría que se pudiera conseguir al sur del Riachuelo. Parados, enrollados, caídos, guardaba mapas para todos los gustos. Y a mí me gustaban los mapas. El olor de los mapas, el ruido de los mapas, el peso de los mapas. La sensación –cuando eran sin varillas y los llevaba a upa– de estar cargando algo muy ligero y muy sagrado. Rollos quietos que envolvían el mundo. La Argentina toda hecha de retazos de colores era la estrella indiscutida, pero también el mapa de población tenía lo suyo. “Menos de un habitante por km2”, leíamos en la Patagonia, y no faltaba quien se animara a preguntar –éramos chicos– si ahí vivía gente partida a la mitad. Imaginábamos, supongo, que el resto del país era más o menos como nuestro pueblo, como esa escuela a la que íbamos todos. Desde Mariana, la hija del bancario, hasta Pablo, el hijo del médico y Ramón, el hijo del basurero. No, no es pasado de diseño, sino quinto A, turno mañana. Todos juntos, en la misma escuela, con la misma señorita Luisa. NOSOTROS. La palabra Patria nos quedaba enorme, pero éramos eso: una idea encarnada. Una idea tan obvia que, como el mapa, no se discutía. Y el Estado, ausente, pero en el mejor de los sentidos: porque no era necesario hablar de él. Estaba ahí, en los guardapolvos. En las clases. En la casa de cada uno, en el oficio de cada padre. Y también en aquellos mapas que ponían a todo el grado a imaginar. “Menos de un habitante por km2”, decía el mapa, y la señorita Luisa explicaba la idea con algo que sí conocíamos: los pueblos fantasmas de las series de cowboys. Cuando por la pantalla pasaba rodando una especie de raíz gigante en forma de pelota, todos entendíamos que el protagonista había llegado a uno de esos lugares vacíos de todo. La Patagonia sería algo como eso. Hoy la señorita tendría a mano ejemplos más próximos. Aquí no habrá raíces giratorias que den la alarma, pero los pueblos se mueren lo mismo. Se secan lo mismo. Sólo en la región pampeana son 275 los que están en riesgo de extinción. Esto es, con menos de 2.000 habitantes (que a veces son 25, como en La Pala, u 80, como en Energía) y pérdida de población de censo en censo. Alguien me mostró un día el mapa del desastre: una Argentina puntillada en rojo, vista desde la única perspectiva que no figuraba en la mapoteca de mi infancia: la de los pueblitos en agonía. Los mapas tienen eso. Es verlos, y saber. O, por lo menos, ya no poder seguir haciéndose el zonzo. No en vano la Argentina que desaparece es no sólo ese mapa sangriento, sino también el
nombre de la tesis doctoral de Marcela Benítez, investigadora del Conicet y –desde 1999– impulsora de la fundación Recuperación Social de Poblados Nacionales que Desaparecen (RESPONDE). En 1991, el censo permitía pensar en casi medio millar de poblados en vías de desaparición. Hoy son más de 600 los que están igual: sin fuentes de trabajo, sin chicos y, a veces, hasta sin vías de comunicación. Ramal que para, pueblo que cierra. El tema es que cerraron con la gente adentro. Pero si nadie se estremece con eso es porque, antes que los lugares, perdimos la idea que les daba sentido. El “nosotros” extendido a cualquier punto del mapa. “El mal que aqueja a la Argentina es la extensión”, anota Sarmiento en su Facundo y Arturo Jauretche ve en esa frase una de las zonceras fundacionales. “Sólo nosotros, los argentinos, hemos incorporado la idea del achicamiento como un bien necesario (…) De esta zoncera en adelante, se le enseña al argentino a concebir la grandeza sólo como expresión económica, cultural e institucional. Pero se le sustraen las bases objetivas, el punto de apoyo necesario que es la tierra y el pueblo argentino”.
Pero la gente se niega a ser cerrada, derogada, pasada a retiro. Hace ya siete años, de hecho, los vecinos de Irazusta, Entre Ríos, se- embarcaron en una lucha con mucho de quimera: resucitar el pueblo por vía del turismo rural. Abrieron sus casas, recibieron viajeros. Los pasearon en sulky, los llevaron a conocer las huertas. La siguen peleando. Pero, así y todo, vuelve la misma sensación de desamparo. De “arréglense solos”, tal vez porque –habiéndose ido todo: el trabajo, el hospital, el tren- ya lo único que queda es el sálvese quien pueda. Hoy la pelea se define así: a solas, y por puntos. Por dejar de ser un punto lacre en el mapa de la Argentina que se esfuma. “Buenos Aires debe replegarse sobre sí misma”, aconsejaba Bernardino Rivadavia, el prócer que dio nombre a mi escuela en Burzaco. Por suerte, de chica, en el tiempo de los mapas prodigio, no lo sabía. Menos aún que, con los años, su idea haría escuela y llegaríamos a esto que hoy somos.
Un país encogido, chiquito, donde ya ni los mapas dicen la verdad.

Por Fernanda Sández

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